3 feb 2010

El sonido del miedo ::: 2

Mis ojos comenzaban a acostumbrarse a la penumbra de aquella fría celda mientras sus intimidades se aparecían frente a mí. Aparte de la ventana, extremadamente elevada para impedir que nadie pudiese asomarse en ella durante más tiempo del que aguantasen sus brazos anclados en los gruesos barrotes oxidados, y un camastro totalmente desmadejado, comenzó a aparecer la imagen de una letrina en la otra esquina de la habitación. De allí provenían los fuertes olores de orines y heces que invadían aquel pasillo. En medio de la celda, comenzó a surgir una robusta biga de hierro que parecía colocada ahí, caprichosa, con la única función de ayudar a los presos a lograr la baja voluntaria de aquella putrefacta pensión.

Sobre aquellas paredes, más sucias que la tez de un carbonero, lograban discernirse los diferentes nombres de algunos de los presos que por allí habían pasado en los últimos meses, o quizás los años en los que llevábamos de lucha, algunas rubricadas con las fechas del momento en que fueron plasmadas, a modo de epitafio. Me acerqué a la pared para leer aquello que se encontraba escrito en ella. Era un abominable “Arriba Franco, caudillo de España” y que nadie había osado tachar, como si este alojamiento hiciese perder cualquier ideología o convicción por lo que había luchado a quien se hospeda. Como si todo por lo que hubiera sufrido y por lo que fuese a morir frente al batallón careciese de cualquier importancia. Nada importa ya cuando alguien alcanza habitar una de esas celdas.

Me estiré sobre el viejo camastro. Un monstruoso animal rugiendo parecía engullirme en lo más profundo de sus fauces, el nuevo ruido se sobrepuso al terrible golpe del portón, el cual seguía manteniéndose presente en el trasfondo de mi cerebro. El chirrido de muelles fue difuminándose también y poco a poco fui capaz de tener algunos recuerdos de otras cosas significativas, que durante aquel año en el frente, me habían sucedido y que como consecuencia de ellas, que han sido las responsables de hacerme madurar como persona. ¡Qué situación tan triste la mía! Ahora, que creo que puedo declararme una persona madura a costa de todo lo que un muchacho de diecinueve años como yo ha vivido, y a la que la experiencia de una guerra por unos extraños ideales, y de los cuales todavía no comprendo claramente, y que creo que jamás alcanzaré a comprender por muchos años que pueda subsistir. A pesar de las vivencias que te ofrece un cruel frente militar; ahora, justamente ahora, llego al fin de mi existencia. Una existencia corta. Una existencia intensa.

Sobre el camastro, me ha vuelto a mi mente el momento en el que decidí alistarme con las milicias republicanas para luchar contra un ejército sublevado desde África, como si nuestra capacidad humana pudiera ser superior a la capacidad bélica de los militares dirigidos por el general Franco. Nuestra participación en ella estuvo desahuciada desde un principio y el grado de sufrimiento venía determinado por el tiempo que hacía que las personas nos hallábamos en el frente, como ante todo a las familias, tanto el bando republicano como en el nacional. Mientras dure la lucha, no lograremos escapar del sufrimiento en el que nos hallamos inmersos desde hace casi tres años.

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