El sonido hueco y sobrecogedor de aquella puerta metálica al cerrarse me acompañó por completo la que sabía, iba a ser mi última noche con vida. Mi último día, acababa de concluir. Yo, lo habré hecho mañana. Cuando el sol vuelva a renacer tras el horizonte, sólo quedará de mí el recuerdo; sólo quedará de mí aquello que intenté ser pero no me dejaron. Las personas nos hacemos con el paso del tiempo, y a mí los nacionales me han prohibido que siga siendo, que quede olvidado como un casi adolescente más, alistado en un incomprensible frente, al lado del bando republicano por cuestiones de azar más que por cualquier ideología. Una ideología incomprendida para el joven que soy y de la que era imposible que la pudiera entender por ningún tipo de conocimiento.
La celda se hallaba sumida en una tétrica penumbra, bajo la escuálida luz que facilitaba una lámpara de carburo seco, que unida al foco frontal a la que mis pupilas se habían enfrentado durante horas en los diferentes interrogatorios a los que había sido sometido durante la jornada, hacía que me encontrara inmerso en una casi total ceguera. Lo único capaz de distinguir, aparte de la silueta de la luz, era el pequeño hueco de una ventana y un gran bulto cuadrado arrinconado en la pared que supuse que sería el camastro de la celda. Mis pies se habían quedado clavados en el mismo punto en que entraron en contacto con la humedad de aquella celda. Miro a un lado. Miro al otro. Trato de discernir qué era lo que me rodeaba, dilema que en sólo algunos minutos resolvería.
El portazo me erizó los finos vellos de mis brazos. Mi estómago se hallaba revuelto, apretando como queriendo salirse de mí, mientras el eco eléctrico y metálico de la puerta continuaba resonando en mi interior, anulando cualquier otro pensamiento. Un sudor frío recorría mi frente. La musculatura de mi columna me exprimía provocándome contracciones en la parte alta de mi espalda. Podría decir que el golpe de aquella puerta representaba el sonido del miedo. Siempre había pensado que el miedo únicamente podía sentirse. Nunca me hubiera creído capaz de poderlo oír. Constaté que el miedo podría tener un sonido. Seguramente no el único, pero sí uno de ellos. Una puerta, gruesa, vieja, metálica, cerrada bruscamente tras de uno, enclaustrándote irremisiblemente entre unos pasillos casi oscuros, sin aire, un hedor de orín que te invadía las fosas nasales, una humedad que con el tiempo te calaba hasta los huesos, tornándose al rato en frío casi lascivo; unos pasillos como fauces, de los que sabes que serán los últimos que atravesarás antes de afrontar los cañones de un pelotón de fusilamiento. Tras ese ruido, poca vida más cabía en mi interior. Y el ser consciente de ello, te provoca que un nudo en la garganta te vaya constriñendo poco a poco como si unas manos te lo apretaran irremisiblemente. Mi historia estaba llegando a su fin. Poca esperanza cabía en mí, era un vivir por vivir. Era un vivir para morir. Al igual que todos los que allí estuvieron antes que yo y que supieron que su camino terminaba en ese lugar: o frente al pelotón fascista o dibujándose su propio final voluntario.
La celda se hallaba sumida en una tétrica penumbra, bajo la escuálida luz que facilitaba una lámpara de carburo seco, que unida al foco frontal a la que mis pupilas se habían enfrentado durante horas en los diferentes interrogatorios a los que había sido sometido durante la jornada, hacía que me encontrara inmerso en una casi total ceguera. Lo único capaz de distinguir, aparte de la silueta de la luz, era el pequeño hueco de una ventana y un gran bulto cuadrado arrinconado en la pared que supuse que sería el camastro de la celda. Mis pies se habían quedado clavados en el mismo punto en que entraron en contacto con la humedad de aquella celda. Miro a un lado. Miro al otro. Trato de discernir qué era lo que me rodeaba, dilema que en sólo algunos minutos resolvería.
El portazo me erizó los finos vellos de mis brazos. Mi estómago se hallaba revuelto, apretando como queriendo salirse de mí, mientras el eco eléctrico y metálico de la puerta continuaba resonando en mi interior, anulando cualquier otro pensamiento. Un sudor frío recorría mi frente. La musculatura de mi columna me exprimía provocándome contracciones en la parte alta de mi espalda. Podría decir que el golpe de aquella puerta representaba el sonido del miedo. Siempre había pensado que el miedo únicamente podía sentirse. Nunca me hubiera creído capaz de poderlo oír. Constaté que el miedo podría tener un sonido. Seguramente no el único, pero sí uno de ellos. Una puerta, gruesa, vieja, metálica, cerrada bruscamente tras de uno, enclaustrándote irremisiblemente entre unos pasillos casi oscuros, sin aire, un hedor de orín que te invadía las fosas nasales, una humedad que con el tiempo te calaba hasta los huesos, tornándose al rato en frío casi lascivo; unos pasillos como fauces, de los que sabes que serán los últimos que atravesarás antes de afrontar los cañones de un pelotón de fusilamiento. Tras ese ruido, poca vida más cabía en mi interior. Y el ser consciente de ello, te provoca que un nudo en la garganta te vaya constriñendo poco a poco como si unas manos te lo apretaran irremisiblemente. Mi historia estaba llegando a su fin. Poca esperanza cabía en mí, era un vivir por vivir. Era un vivir para morir. Al igual que todos los que allí estuvieron antes que yo y que supieron que su camino terminaba en ese lugar: o frente al pelotón fascista o dibujándose su propio final voluntario.
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